No habían nacido para estar juntos
|Lo prohibía la diferencia de clases. A Fernandito Arellanos lo habían parido entre algodones y esencias de azahar en la casa más grandona y recargada del pueblo, una casona en todo lo alto con las paredes pintadas de un extravagante color rojo y decenas de criadas con cofia y guantes de un blanco inmaculado corriendo de aquí para allá para llevarle a la señora Adela, la sudorosa madre, todo aquello que necesitase. Sin embargo, José el de Carlones había venido a nacer, el quinto de los que serían siete hermanos, en lo que apenas era una cabaña en medio del monte, con una vaca hambrienta en la cuadra y miseria infinita.
Lo prohibía el dinero. Mientras José, el de Carlones, llenaba el buche en la época de las castañas y de cuando en cuando, si conseguía saltar sin represalias la verja de algún ricachón del pueblo (que, afortunadamente, estaba lejos de aquel en el que mandaban los Arellanos, porque, si no, era probable que saltara también la verja de éstos, a robarles alguna mandarina, algún kaki, alguna manzana medio podre), Fernandito Arellanos comía los platos con sabor francés que preparaba la Eliana. Eliana, obvia decirlo, no tenía nada de francesa más que el hecho de que, allá en La Habana, y antes de entrar a servir para el señor Arellanos, había aprendido a cocinar con un ama de Lyon. Independientemente de la procedencia y el color de piel de Eliana, de todos modos sus platos sabían a francés y se nombraban en extranjero. Fernandito nunca tuvo ni tan siquiera que limpiar o pelarle la piel a una fruta. Por eso era un Arellanos. Por qué si no.
Lo prohibían los votos. Porque, harto de tanta miseria, José el de Carlones se había postulado cura y tomado los votos allá por 1947. Apenas si tenía barba en la cara ni fe cristiana en el alma, pero hacerse religioso era, al menos, asegurarse dos comidas, aunque escasas, al día. Mientras esto ocurría, kilómetros más allá Fernandito Arellanos conocía los placeres terrenales que le proporcionaba, primero, no estar atado a ningún voto, y, segundo, ser el niño bonito de la Adela, que le consentía todo y le daba dinero para vino -para que así se haga un hombre- y bula para bailar hasta las tantas.
Lo prohibían las vecinas. José, el de Carlones, llegó al pueblo de los Arellanos en el verano de 1950, con un hatillo bajo el hombro y la difícil misión de suplir -y enterrar- al que había sido el cura del lugar durante casi medio siglo. A decir verdad, no agradó demasiado que a Don Francisco lo supliera un crío esmirriado (¿qué ye un cura sin barrigona?, decía Mariuca, la solterona más observadora de la parroquia), que se trababa en los sermones y miraba al suelo y se le encarnaban las mejillas cuando oía alguna confesión más elevada de tono de la cuenta.
El problema principal de Fernandito Arellanos y José, el de Carlones, y, por lo general, de toda la Historia de la Humanidad, es que el corazón, y las pupilas, y las manos con sus dedos y su tacto y el vello de los brazos que se estremece y la piel que se pone como si fuera de gallina no entienden ni de prohibiciones ni de convenciones mundanas. Cabe decir que ellos tampoco entendían muy bien el por qué de que, después de cada confesión en la mañana del domingo, a José se le enrojecieran las mejillas aún más de lo normal y a Fernandito le entrasen más ganas de la cuenta de irse a su lugar favorito a la orilla del río a, como decían en el pueblo, calmar la vida. Como tampoco entendieron por qué el día que empezó todo, precisamente empezó todo, ni tampoco supieron nunca discernir a quién de los dos se le había ido primero la mano a la cara del otro, ni quién había atraído antes el otro cuerpo al suyo, ni cuálos habían sido los primeros labios en adelantarse hacia los contrarios. Pero con veinte años no hace falta entender la vida para vivirla.
No habían nacido para estar juntos.
Porque un pueblo es demasiado pequeño, porque la gente se aburre demasiado y tiene el tiempo suficiente en analizar una mirada, una actitud, un gesto, una sonrisa, y aprende de forma extraordinariamente eficaz a interpretarlo todo, a averiguar la verdad. Porque Fernandito Arellanos había de ser para una moza de cintura de avispa, fina a las horas de comer y con realengo, y José, el de Carlones, para la gloria de Dios Padre, viva y amén. El día que Adela se enteró de que lo que ocupaba el corazón de su hijo adorado fue el día en que empezó a enloquecer. Y, como coincidió que el siguiente fue domingo, después de toda una noche en vela, apareció con los ojos desquiciados, camisón de raso y zapatillas de tacón y pompón, pelos de rata y la pistola del señor Arellanos en la mano, cargada para matar, en la iglesia del pueblo. José, el de Carlones, tuvo la infinita suerte de que a la rica del pueblo la habían educado para levantar el meñique al tomar café y bailar el vals, no a disparar. Pero, de rodillas en el púlpito, después de dos tiros fallidos y mientras Andrés, el molinero, agarraba a la loca Adela del cuello para acabar con el espectáculo, miró a los ojos de Fernandito Arellanos y supo que todo se había acabado.
José, el desgraciado hijo cura de Carlones, tuvo que marcharse del pueblo, so pena de linchamiento público, al día siguiente, con la cara gacha y sabiendo que dejaba atrás todo aquello que le había hecho ser, durante unos meses, realmente feliz. Sobre Fernandito Arellanos se cernió una cortina de olvido, porque algún privilegio habría de darle ser el heredero de mayor ralea del pueblo, y, mientras Adela gritaba como una loca cada noche, su padre se apresuró en buscarle la mejor esposa que le permitieran las prisas.
Como no se sabe lo que pasó con José, el de Carlones, no sabremos nunca si se enteró jamás de que, un año después de que todo ocurriera, y en la víspera de la boda de Fernandito con una nena tonta de tirabuzones castaños y vestidito de tul pegado al cuerpo, la bicicleta del hombre que había amado se estampó, en medio de la noche, rabiosa, mortal, sangrienta, contra un poste de la luz. Como Fernandito Arellanos no sobrevivió al accidente, tampoco sabremos nunca si fue intencionado el que bajara rodando como un loco, irresponsablemente, por la mayor cuesta del pueblo, cuatro horas antes de unir su vida a una persona que no quería en la misma iglesia que había sido testigo de todo.