Marcela y Elisa, las desposadas de La Coruña

Los periódicos dijeron muchas mentiras, muchas y muy dolorosas. Dijeron, por ejemplo, que aquel caluroso verano de 1901, Elisa, maledicentemente renombrada O Civil por parte de una cohorte de vecinos envidiosos, había logrado sus antinaturales deseos amenazando a la bella Marcela con degollarla; dijeron, por ejemplo, que la bella Marcela había intentado darle paga mensual a Elisa con tal de quitársela de en medio. Mentían los periódicos. Y callaban muchas cosas que, además, de haber sido narradas, hubieran sido mucho más hermosas.

Callaban, por ejemplo, el vuelco al corazón que le había dado a Marcela fijarse en los gruesos labios de Elisa; o las hormigas por el estómago de Elisa al reparar en los grandes ojos negros de Marcela. Todo eso, que aunque parezca poco es, realmente, lo que importa en cualquier historia de amor, había pasado muchísimos años antes. Concretamente en 1885, en la Escuela Normal de La Coruña, donde ambas jóvenes se habían conocido e iniciado una amistad tan estrecha que los padres de ambas, por un lado todo un señor capitán de infantería, Manuel Gracia (el de Marcela) y, por otro, María Luisa Landera, la madre viuda de Elisa, se echaron las manos a la cabeza. Citando al Caras y Caretas del 27 de julio de 1901,

No podían vivir la una sin la otra; veíaselas juntas en todas partes y tan estrecha unión llegó a inspirar serios temores a los padres de ambas, que decidieron separarlas.

Pero nada parecía poder con la insistencia de las dos muchachas que, tras completar ambas estudios de maestras, consiguieron independizarse y marchar juntas a varios pueblecitos gallegos, para disgusto y pérdida absoluta de contacto con las familias. Estás endemoniada, Elisa; rezaré por tí, había sentenciado una llorosa María Luisa antes de cerrar la puerta de bruces ante la cara de su hija que, ya por aquel tiempo, quizás por propio gusto, quizás para evitar maledicencias, había comenzado a vestir de pantalón y camisa, a lucir corte de pelo de muchacho y dejar el carmín y todos los demás afeites de adolescencia en la mesilla de noche de Marcela.

Podemos imaginarnos la estupefacción del pueblo de Dumbría a la llegada de la extraña pareja, una tarde, recién empezado el siglo XX, cambalache, pero probablemente no podamos llegar a hacer lo mismo con lo que sintieron ambas mujeres por el rechazo insultante e inmediato del pueblo. Elisa ya se hacía llamar Mario y, efectivamente, haciéndose pasar por un inglés protestante (puesto que el padre biológico de Elisa, un tal John Dodds que impartía clases de inglés, había seducido a su madre en la Galicia de la segunda mitad de siglo y contribuido en la educación de la niña activamente) que quería renunciar a su fe de nacimiento para adoptar la católica había conseguido cambiar no sólo de religión, sino también de género ante los ojos de Dios. Sin embargo, la gente seguía apartándose de ellas por la calle, imponiendo motes al masculino (a veces incluso hasta agresivo) de Elisa y viendo a Marcela como una invertida de la peor calaña.

Elisa (ahora Mario) y Marcela tuvieron, sin embargo, la suerte de haber podido engatusar al párroco del pueblo, que no puso impedimento a unirlas en matrimonio. Incapaz de poder ver como reales las habladurías del pueblo (¿dos mujeres que se amaban más allá de la amistad? ¡jamás se daría ese caso en la viña del Señor!), accedió a celebrar la boda. Fue el 8 de junio de 1901, sábado, a primera hora de la mañana. Ellas, pecadoras también del delito de la ingenuidad, pensaron que todo se había acabado. Que iban a poder vivir felices para siempre, sin habladurías ni desprecios.

Y obviamente no fue así, claro. Los vecinos, mientras ellas se encontraban en pleno viaje de novios (novias) en Oporto, transmitieron la noticia a la prensa, que tardó tanto como ellas tardaron en volver del viaje en decidirse a publicar tan polémica nota en sus páginas. Y se dijeron mentiras que dolían. Y se aseguraron aparentes verdades absolutas, dogmas incongruentes que quizás dolieran aún más que las mentiras. En La Voz del 24 de junio de 1901,

Para terminar, creemos que tanto Mario-Elisa como Marcela son dos enfermas, cuya neuropatía no castigan los códigos, pero que tienen un departamento a ocupar en el Manicomio de Conjo, en donde quizás no logren ser curadas, pero si estudiadas por el sabio Sánchez Freire, y por lo menos allí recluidas evitaremos que se propague su enfermedad, que suele ser contagiosa por el ejemplo, y que por fortuna en nuestras provincias gallegas no sólo no abunda, sino que es rarísima.

Por amar a quien no debía amar, Marcela fue expedientada e impedida para la enseñanza, el oficio que le había dado de comer todos aquellos años, en España. Por amar a quien no debía amar, Elisa (Mario) fue asaltada una noche, cuando ya su historia daba que hablar a todo el país, en su propia casa, por los muchachos del pueblo que, heridos en su masculinidad al saberla viviendo en Dumbría, quisieron lincharla. A la desesperada, Elisa intentó demostrar, al menos, un hermafroditismo que probablemente no era real pero que le hubiera dado un razonamiento científico al pecado que se le atribuía y, por tanto, lo habría amainado, cuanto menos, un poco. Fue inútil.

Por amar a quien no debían, Marcela y Elisa (Mario) tuvieron que huir, si bien aquello tampoco arregló demasiado las cosas. Marcharon primero a Oporto, donde fueron arrestadas y su extradición a España exigida a las autoridades lusas. Se hizo preciso huir de nuevo, esta vez a Buenos Aires, con el dinero que les proporcionó la única exclusiva que vendieron en su vida (y probablemente una de las primeras de la historia del periodismo gráfico): un retrato en el que aparecían juntas, como el matrimonio que eran. Conocedores los argentinos del caso por medio de las revistas, la vida allá no se hizo tampoco fácil y ambas fueron obligadas a separarse. Mientras en España mucha gente se hacía de oro con su historia (se publicaron cientos de artículos, se vendieron miles de revistas, se llegó a editar incluso una novela picante), Elisa y Marcela se vieron obligadas a verse a escondidas y a malcasarse, Elisa en este caso, con un anciano del que poder heredar en el menor tiempo posible.

Nunca supimos si, una vez escampó la tormenta periodística que produjo su historia, años después, Elisa (Mario) y la bella Marcela pudieron volver a vivir juntas como pareja, anónimas y felices como aquel primer día, ya veinte años atrás, en el que se habían enamorado de quien, desde luego, no debían enamorarse. Es lo descarado, pero a la vez hermoso, del amor: que no entiende, ni entenderá jamás, de obligaciones ni éticas ni morales.

Para saber más: Recientemente publicada, Elisa y Marcela: Más allá de los hombres (Narciso de Gabriel, 2010), es la primera obra dedicada a este caso.

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