Y que mueran los caciques

Realmente, el problema no había sido que el conservador Gómez Arroyo ganase el escaño que se disputaba en Infiesto en aquellos días de final de abril de 1903, porque aquello a nadie le pillaba de sorpresa. Quizás más bien el problema había sido que la pantomima de «democracia» que había establecido, años atrás, el Pacto del Pardo que, para asegurarse una relativa estabilidad en la débil España de la Restauración borbónica, la del rey niño póstumo, la que lloró por la Cubita perdida, la de Doña Virtudes, había acabado hundiéndola en los vicios del caciquismo y el pucherazo. Situémonos. Año 1885. El rey Alfonso XII, triste de tí, acababa de morir en el peor momento posible y, para asegurar que no hubiera males mayores durante los peligrosos años que tardaría en llegar a la mayoría de edad Alfonso XIII, por aquel entonces un bebé nonato que apenas se podía imaginar que gobernaba un país entero, los dos líderes de los partidos políticos más importantes del momento, el Liberal y el Conservador, se prometieron un sistema de turnos por el cual mandarían los dos de forma consecutiva, fuera como fuera, y opinase el pueblo lo que opinase. Así, creían, todo el mundo estaría contento. Pero obviamente este sistema no podía mantenerse por sí solo, sino que implicaba la elaboración de una compleja trama de caciques a lo largo de toda España que asegurasen que, efectivamente, iba a ser así.

Los turnos establecidos por El Pardo se cumplían rigurosamente cada dos años, y en 1903 le tocaba ganar a los conservadores. Es por eso que, vaya, nadie dudaba que en Infiesto superaría con creces  José Ramón Gómez Arroyo a don Manuel Uría, a pesar de que la mayoría de la población quisiera que ganase este último, demócrata. Y, quien dice Infiesto, dice toda España. Como publicaba el sarcástico El Fusil del 16 de marzo,

– ¿Las elecciones? Bien me parece. Hoy, pueblo, dicen que eres soberano. Hoy mandas. Hoy puedes imponer tu voluntad a quién te de la gana. Mírate bien a la cabeza, pueblo, y verás cómo llevas corona. Mírate a las espaldas y verás cómo llevas manto de púrpura. Mírate a las manos y verás cómo llevas cetro. ¿Quién te tose, pueblo? Hoy te regalarás, te darás un gustazo superior. ¿Dices que es mentira? ¿Que no llevas corona, ni cetro, ni manto, ni mandas en nadie? ¡Lo dirás tú! ¡Lo sabrás mejor que Silvela y Maura que me lo han contado a mí!

– Oh, Fúsil cándido, no lo creas. No seas palomino. Todo eso es farsa. Y si quieres comprobarlo, fíjate lo que me dan á comer estos días. ¡Me dan a comer puchero!

– Bueno, ¡que aproveche!

El problema, realmente, fueron las formas. Porque aquel 30 de abril de 1903, en Infiesto el pucherazo se vivió como nunca antes y los partidarios de Uría, que no eran pocos, se sintieron más engañados que en todos los años anteriores.  Dos días atrás, el 28 de abril, los recuentos (que por aquel entonces duraban varios días) daban como vencedor absoluto a Uría en 9 de las 12 mesas electorales (repartidas en Amieva, Cangas de Onís, Parres, Piloña y Ponga) de Infiesto: el demócrata ganaba por 1586 votos a 835 al conservador, y los engranajes caciquiles, que no estaban dispuestos a romper el turno, se pusieron en marcha. En apenas 48 horas, el pueblo vio cómo se le reían a la cara de todas las formas y maneras. Primero fueron expulsados de la Junta Escrutadora, sin más explicación, cuatro interventores de Manuel Uría y éste mismo; después llegaron las actas falseadas. Para las últimas siete mesas cuyos votos quedaban por contabilizar, la Junta rechazó las actas de los respectivos Alcaldes y aceptó únicamente las de los interventores de Gómez Arroyo. Los resultados eran absolutamente increíbles: en tres mesas de Cangas de Onís y una de Parres Gómez Arroyo ganaba por 1354 votos frente a 54. En la mesa electoral de Amieva, mientras los primeros datos hablaban de 97 votos para Gómez y 83 para Uría, los oficiales fueron hinchados a 239 contra 3; y en las dos correspondientes a Ponga, Gómez supuestamente había recibido 599 votos contra 13. Esto no sólo suponía una diferencia de votos absolutamente falseada, sino que, además, pretendía hacer ver que había votado más del 90% de la población perteneciente a esas mesas, algo a todas luces incierto.

Cuando los datos finales fueron leídos, la multitud agolpada frente a la Junta enloqueció y comenzó a lanzar vivas a Uría y mueras a Gómez Arroyo y al caciquismo. Manuel Uría, el candidato derrotado, poco tardó en unirse a la multitud, que partió a protestar a la plaza del Ayuntamiento, donde permanecían apostados decenas de miembros de la Guardia Civil armados con fusiles Mauser, a la sazón el arma oficial de las Fuerzas de Seguridad de la época y con triste fama a lo largo de la Península. Aparentemente la multitud se enfureció aún más de lo que ya estaba cuando vieron al padre de Gómez Arroyo pasearse por el balcón de la Casa Consistorial, y cuando las mujeres, que habían ido a situarse a primera línea en una suerte de escudos humanos contra la Guardia Civil, fueron golpeadas a culetazos por parte de las Fuerzas de Seguridad. Alguien dentro del grupo pegó un tiro al aire, lo que hizo que la Guardia Civil comenzase a descargar indiscriminadamente, y sin aviso previo, sus Mauser sobre la enfurecida amalgama de gente, en su mayoría labradores, que se encontraba protestando frente al Ayuntamiento. La descarga duró pocos minutos, pero sembró la plaza de heridos y de muertos (finalmente, resultaron una docena de cadáveres). No cuesta mucho imaginarse la dantesca escena de la caballería de la Guardia Civil despejando la zona de gente aterrorizada; de los curas saliendo precipitadamente de sus iglesias para intentar dar los últimos sacramentos a los caídos; del traslado de los heridos al tren hacia Oviedo, hacia las ínfimas salas de los médicos, al Ayuntamiento.

El país entero se movilizó ante unos sucesos que, lamentablemente, no habían sido los únicos, ya que en Valencia, Almería y Jumilla se dieron por las mismas fechas y causas idénticas desgracias. Antonio Maura, ministro de Gobernación, recibió durísimas críticas por lo sucedido que, sin duda, le hicieron comenzar tímidos movimientos, aún sin resultados, contra el caciquismo que reinaba en el país. En el ABC del 7 de mayo de 1903 se decía, así,

Digan lo que quieran los defensores de la situación, de la última lucha electoral han resultado más muertos que los de Infiesto, Almería y Jumilla. Ha muerto también la sinceridad electoral. Y moralmente ha muerto Maura. Y para él no hay resurrección.

La polémica llegó también al Congreso, donde sin embargo fue atajada rápidamente con las evasivas de Maura que quitó responsabilidades al Gobierno y justificó las actuaciones de la Guardia Civil con los argumentos de la misma, en las que poco más y poco menos se describía una tibieza tremenda por parte de las fuerzas del estado contra la fiereza máxima de los manifestantes. En palabras del coronel subinspector de la Guardia Civil, Francisco Leguez,

Los partidarios del señor don Manuel Uría quieren ahora demostrar que por parte de la Guardia Civil hubo ensañamiento contra ellos; esto es inexacto, puesto que si lo hubiera habido, sería mayor el número de los muertos y heridos, dado el sitio en que se encontraban los amotinados que no bajarían de dos mil, pues era una plaza que hay frente al Ayuntamiento (…) que tiene unos treinta metros de longitud por quince de anchura (…) no mediando entre los agresores y los guardias más distancia que la anchura de la carretera...

El caso, sin embargo, fue que, como siempre, murieron los mismos. Los heridos fueron incontables. Los muertos: Perfecta Díaz, de Cereceda; Manuel Bermejo, de Mones; Manuel Elvira, de Argandenes; Benigno Martín, de Villamayor; Francisco Pontón, de Borines; Fulgencio Pérez, de Biedes; Ángel Artidiello, de Melarde; María Martínez, también de Melarde; Dolores Rosete; Manuel Pérez (de cuarenta y cinco años, que llegó vivo al hospital de Oviedo pero no sobrevivió);  Faustino Iglesias y, por último, el infortunado Ulpiano Fabián, un indiano de Puerto Rico ajeno a todo que se hallaba tomando café en la céntrica confitería de Llamazares cuando todo ocurrió, y al que le alcanzó por casualidad una bala perdida.

Los sucesos de Infiesto fueron acallados a tiempo por una sociedad aún controlada por los caciques y sus armas de coerción, ya fueran éstas en forma del infame Mauser o de dinero bien repartido bajo la promesa de guardar silencio. Sólo permaneció en la memoria del pueblo, el mismo al que le quedarían aún muchos años, demasiados, de lucha por la democracia. Y también en la de la viuda Pepa, la de los Pontones, que jamás volvió a casarse y que, desde su corredor en la casa de la Infiesta donde había conocido apenas dos años de felicidad junto al marido ahora bajo tierra, divisaba cada día la carretera que bajaba de Borines a Infiesto, murmurando con rabia entre dientes  «que mueran  los caciques». Algo que haría hasta el último día de su mísera existencia, cuando ya de los caciques -o al menos, de aquellos mismos que habían protagonizado aquellos sucesos y la obrita de Arniches- no quedaba ni rastro… en teoría.

Para saber más:

Reportaje gráfico en el Nuevo Mundo del 13 de mayo de 1903.

Reportaje en El Año Político de 1903.

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