¡Paisanos!
|– ¿Non piensas que pasé mieu? ¿Que nun podía dormir peles nueches ensin tí y espertábame al mínimu ruiu? ¿Que necesitaba compañía, y esta cosina diómela? Lo mesmo dices que sería meyor haber gastáo el dineru que mandabes en convidar a chocolate a toles muyeres del pueblu, como la vecina. Pero non, yo guardé tou’l dineru que tu me disti y namá gasté un real nesti perrín, que come les arrayadures amás. A saber qué te picaría allá en Cuba, Vitoriano.
Pero, sentado al calor del fuego en la cocina, Victoriano miraba al suelo con el ceño fruncido y el bigotón, atusado mil veces en la última media hora, como hacía cada vez que, efectivamente, le picaba algo.
– Mira… cuando foi lo de Libardón yo morría de mieu. Si más d’una nueche paséla de pies col trabuco a la puerta, por si acasu oyía ruios de lladrones que vinieren equí sabiendo que yera casa d’indianu. Porque tuú… ¡claro!, tu y yo sabemos que nun tenemos ná, pero pa esa probe xenti sí, que tu m’unviabes toos los meses un sobre con dineru y toos equí saben que lo guardamos esperando a que volváis. Y mira ende Mercedonas la de Carandena, sola, col dineru en casa, y una nuechi va y acabóse, moliéronla a golpes. Y que a la selmana a Rosina equí, al llau de casa, la cuéyan y la intenten forzar. ¿Tu cómo crees que tuvi yo? Acoyonada, Vitoriano. Y pos resultó que llegó un momentu que yá tenía que dormir por fuerza, y pensé nel perrín por que me avisara si hubiera ruios. Y por eso traxilo. Pa curiar de mi, y de los guah.es, y de Madre. Y fíxolo bien, y agora pretendes que nun-y coya ciñu, ¡coño!
Victoriano, metro ochenta de esbelta estatura, ojos negros como el carbón, impertérrito.
– Ye que nun vas dicir nada, claro. Cuando sabéis que nun tenéis razón calláis la boca. Igual siempre. Yo, mira, non se que te dió col bichu. Pero asina quiera Dios qu’un día te veas na mesma situación que yo estos años y a ver cuántu tiempu aguantes solo. ¡A ver!
Era un fenómeno curioso que de una mujer tan pequeña, que apenas si llegaba al metro y medio y eso porque siempre iba erguida y orgullosa, corriendo de un lado para otro y lo más estirada que podía, salieran tantas palabras en tan poco tiempo. No es que a él no le gustase, porque precisamente por eso se había enamorado de ella más de veinticinco años antes, en las fiestas del pueblo. Él no hablaba, ella lo decía todo. Se complementaban. Pero cuando la cuestión era discutir, lo mismo que tanto le gustaba en condiciones amistosas le ponía de los santos nervios. Por eso Victoriano decidió cortar la conversación, y lo hizo con el soniquete al que llevaba pegado lo menos dos semanas desde que volviera de Cuba:
– Hai que matar al perru.
Ante tamaña insolencia (pues, en las personas tranquilas, la insolencia viene precisamente de la forma que tienen de expresar esas frases cerradas y secas y, sobre todo, de hacerlo sin que les tiemple un ápice la voz ni eleven el tono más de lo debido, como si no tuvieran sangre en las venas), María bufó y subió a la cama con el perro debajo del brazo. A cuento de qué tanta discusión por un ratonero mísero que apenas si comía un plato de restos al día, pensaba ella. A cuento de qué que el chucho la siga a todas partes y ella le acaricie más que a mí, pensaba él (pero sólo pensaba porque, desde luego, nunca jamás iba a dejar que nadie escuchase esta afirmación en alto).
La escena se repitió dos semanas más y varias veces al día. Por la mañana, según se despertaban y al salir de la casa para ir a catar las vacas el perro saludaba a María ladrando y moviendo la cola; por la tarde, cuando se sentaba pacientemente a esperar que ella acabase en la huerta y por la noche, cuando el animal se echaba a dormitar al calor del fuego… justo, para más inri, en el asiento favorito de Victoriano. Se repitió una y otra vez, hasta que, no se sabe si por estrategia o por cansancio, María cedió. Y en una tarde de otoño, mientras ella trenzaba cebollas con cara de concentración, por primera vez Victoriano no recibió una retahíla de palabras como respuesta a su soniquete.
– Hai que matar al perru.
– Sí.
Rayos y retruécanos.
– ¿Sí?
– Sí, pensélo meyor. Anda, ve a matalu. Nun fai más que molestar.
Y María, hasta ese entonces firme defensora de la vida del animal, lo apartó de su lado con un ágil golpecito de pie y siguió haciendo trenzas cual si no hubiera un mañana. A pesar de que llevaba semanas pensando en el desenlace, Victoriano tuvo que darse media hora de tregua para salir del asombro y, finalmente, agarrar al chucho, meterlo en un saco, y tirar hacia el río, donde todos los problemas se acabarían.
– Voi matar al perru.
– Bien.
Y siguió trenzando. Victoriano comenzó a caminar hacia el río, con el ratonero dando patadas de forma enloquecida dentro del saco. Al llegar a la altura de la mina abandonada, volvió a gritar:
– Toi yendo al ríu. Voi matar al perru.
– Tá bien. Ye lo qu’hai que facer.
Y Victoriano llegó al río, a la poza más profunda, y agarró el saco y quiso tirarlo al agua.
***
Delfina, la hija de María y Victoriano, tenía ventipocos años de edad y, aquella tarde, trenzaba cebollas con la madre cuando vio al perro aparecer correteando y meneando el rabo, salvado Dios sabe cómo de su fatídico final. La jovencita elevó las cejas, abrió sus profundos ojos averdosados y se le quedó expresión de tonta, mientras María seguía trenzando como si no hubiera pasado nada.
– ¿No diba Padre a matar el perru?
– Diba.
– Y, ¿entós?
En esas apareció Victoriano con el bigote atusado y el saco vacío debajo del brazo, como un espectro, sin decir nada, y tomó el camino hacia el bar. Fue el único momento en el que María levantó de las cebollas sus ojitos pequeños y, con una mueca de ese sarcasmo que sólo da la experiencia vital, sentenció.
– ¡Paisanos! ¡Mexien tóos frenti la pared!