Los fíos de la Mora

A Bautista, el de Manolo y Antonia, no lo echaron en falta más que por la sorna que se traían con él. Sin Bautista, el menor de Manolo y Antonia, las fiestas de guardar y no guardar eran menos fiestas, y, además, la aldea era menos aldea, porque, como todo el mundo sabe, un pueblo sin tonto no es pueblo que se precie. De este modo, a Bautista, el fíu tonto de Manolo y Antonia, no le lloró más que ésta, su propia madre, cuando marchó a la ciudad a ganarse la vida. Bautista, con la eterna babilla colgante y la mirada perdida, era una carga evidente para unos padres bendecidos con bastantes hijos más listos que él.

Es difícil imaginarse la estupefacción de Bautista, que abrazado como si le fuera la vida en ello (realmente porque en ello le iba) al mísero hatillo con el que lo sacaron de la aldea, al descubrir el mundo exterior, más allá de la casa de Villavaler y las excursiones -que a él le parecían aventuras- a Loro y Villameyán a ver a los parientes. Antonia nunca le había dejado ir más allá, con el padre y los hermanos, cuando bajaban al pueblo. Era tan grande el mundo, y tan inocente Bautista, que Antonia siempre había temido que su hijo, el menor, se perdiera y no volviera nunca. Y sin embargo ahora, tan de repente, los profundos ojos azules de Bautista se encontraban con la ciudad, con el puerto, el mar, el inmenso océano y, allá al final, Cuba, la tierra prometida. La noche en la que, meses después de que lo tuvieran que arrancar de los brazos de Antonia, llegó a la isla, Bautista, el tonto del pueblo, supo que su vida estaba dando un giro de 180 grados.

Pocas veces se acordaron de él miles de kilómetros más allá, en España. Ni siquiera supieron que el muchacho, ya hombre, había vuelto a España diez años después, ni cómo, ni con quién; ni cuál había sido el proceso por el cual, finalmente, Bautista había tenido que volver a la aldea montado en un tren y, esta vez, con un par de baúles en vez de un mísero hatillo. Puede, incluso, que cuando eso sucedió, allá por 1900, pocos en la aldea recordasen a aquel muchacho tonto que se sorbía los mocos y al que de vez en cuando se le escapaba la baba. Y, no procede el contar por qué en estos momentos, a él tampoco le interesaba que le recordasen volviendo como volvía, arruinado después de haber conocido las mieles del dinero, el lujo y el bien vivir. Pero alguien oyó un carro llegar a la aldea aquella noche, veinte años después, y reconocieron -con más arrugas y más viveza, sin duda- los ojos azules y desorientados del fíu tonto de Manolo y Antonia.

Por eso precisamente se hizo mayúscula la sorpresa de que detrás de él bajara del carro una estupenda mujer de piel de color del ébano, como jamás la habían visto por allí; una negra cubana que levantaba cabeza y media a Bautista y que se contoneaba, estupendas sus curvas y sus piernas, con el vestido más ceñido que se hubiera conocido nunca en la zona, los labios rojos y el pelo ensortijado en una leonina melena negra como el azabache. Cualquiera con sentido común hubiera negado que aquella mujer le sacaba ocho años a su marido o, de hecho, que éste lo fuera. Y detrás de la bella Adelina, que así se llamaba la cubanona, una cohorte de chiquillos que se habían repartido ordenadamente las herencias: Juan Bautista, que sacó el nombre del padre, Consuelo, que tenía el despampanante cuerpo de la madre, Mercedes, de labios gruesos, pelo ensortijado y piel mulata, y, finalmente, el pequeño Luis, al que, como no podía ser de otra manera, le había tocado en gracia ser el pequeño, el fío tonto de perdidos ojos azules y baba colgante.

Que el Bautista, el de Manolo y Antonia, había vuelto al pueblo del brazo de una mujer más exótica y más bella que cualquier mora que se preciara, no pasó desapercibido para nadie: por el siglo que quedaba por delante, y por los que aún quedan, todos los descendientes de Bautista y Adelina fueron, y serán siempre, los fíos de la Mora.

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